martes, 18 de agosto de 2020

Cuentos de verano - Agosto 2020, 8

Sonó el teléfono y se le escurrió la botella entre los dedos, era de noche, bastante tarde, nunca llamaba nadie a esas horas, la botella de cristal estalló en millones de trocitos diminutos que se esparcieron por todos los rincones de la cocina, algunos trozos de cristal y algunas gotas de agua golpearon contras sus tobillos desnudos, contra sus pies, estaba descalza,
-dígame,
sintió el agua fría en sus pies,
- soy papá…

Cuando Alicia Gutiérrez y Gonzalo Prado se casaron, no pudieron hacer viaje de novios, más por falta de dinero que de tiempo. Él trabajaba en un almacén de lunes a viernes y en una cafetería los fines de semana, ella cosía en casa por encargo y limpiaba tres días por semana en una casa bien donde había servido ya su madre. Alicia y Gonzalo habían empezado a trabajar cuando todavía eran unos críos. Como no tenían casa en el pueblo, no tenían pueblo al que volver y como no tenían pueblo al que ir, nunca salieron de Valencia para irse de vacaciones.

Cuando nació Ana, Alicia tenía 25 años y Gonzalo 27, le pusieron Ana por la madre de Gonzalo, decidieron que no querían tener más hijos y no los tuvieron. Se desvivieron por darle a Ana todo lo que ellos no habían podido disfrutar y Ana, como si lo supiese, desde muy pequeña, aprovechó todas las oportunidades que la vida le iba presentando. Consiguió una beca y fue la primera persona de la familia en entrar en la universidad. Aunque Ana adoraba a los animales y sus padres siempre pensaron que estudiaría Veterinaria, finalmente ella se decidió por matricularse en Económicas. El padre nunca supo que la decisión la tomó el día que a su padre lo despidieron del trabajo. No lo vio llorar, pero lo escucho, un llanto apagado, silencioso, escondido, que se repetía cada día cuando su mujer se iba a trabajar y él se quedaba en casa. Tardó casi tres años en volver a trabajar y en ese tiempo envejeció veinte años. No pasaron hambre, pero sí miedo. Ana trabajaba los fines de semana y algunas tardes. Entre las dos llenaban la nevera y pagaban la hipoteca.

Ana iba aprobando las asignaturas en las que se matriculaba, algunos semestres tenía que coger menos para poder trabajar, pero necesitaba coger las suficientes para que le mantuviesen la beca. A veces, cada vez más a menudo, recordaba la frase que su padre le decía de niña, - si te esfuerzas, llegarás donde quieras llegar, ella al principio se lo creía, pero ya hacía tiempo que no. Había visto a su padre esforzarse como una bestia, trabajar de sol a sol, los siete días de la semana, y lo veía ahora en el sofá, triste, agotado, derrotado… - si te esfuerzas, llegaras donde quieras llegar.

Cuando Ana acabó la carrera no tenía un expediente brillante, tampoco podía dedicar más años a preparar una oposición, ni a hacer un máster, le ofrecían contratos temporales, con salarios bajos, pero los aceptaba, necesitaba experiencia, y mantenía los trabajos de fin de semana, y entre todo juntaba dinero para ayudar en casa y ahorrar un poco. Y pasaban los años y cambiaba de trabajo y sus padres se hacían mayores y se acostumbro a la incertidumbre, a la precariedad vital que suponía no poder hacer grandes planes y se alquiló un piso cerca de la casa de sus padres, un tercero sin ascensor, pero ella era joven todavía y el piso era pequeño, pero ella estaba sola y no tenía aire acondicionado, pero ella estaba acostumbrada porque el de sus padres tampoco tenía y se fue acostumbrando a vivir en un piso que iba a ser para una temporada que ya duraba 15 años y sus padres se jubilaron y cobraban la pensión mínima y su madre le decía que a ellos les sobraba, que ya tenían el piso pagado y Ana pensaba en aquella frase, - si te esfuerzas… y cuando estaba sola, se contestaba, -igual te comes una mierda, y lo decía en voz alta, para oírlo.

Ana había buscado una oferta por internet, un viaje de cinco días, temporada baja, a Mallorca. Sus padres nunca habían viajado en avión, en realidad, nunca habían viajado, Ana lo arregló todo, reservó el hotel , el desplazamiento del aeropuerto al hotel, todo. Sus padres estaban orgullosos de su hija, que tenía una carrera y un trabajo que ellos ni imaginaban lo mal pagado que estaba y ahora les había regalado un viaje a Mallorca. Tenían las maletas preparadas, salían al día siguiente, temprano y Ana les había dicho que durmiesen tranquilos, que ella pasaría a buscarles y les llevaría al aeropuerto y esa noche, a las doce menos cuarto sonó el teléfono y a ella se le resbaló la botella que tenía en la mano y los trozos de cristal golpearon su tobillos y sintió el agua fría en sus pies y mientras su padre intentaba hablar sin que le saliesen las palabras, Ana se puso a llorar.

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