Tenía que pagar el alquiler, era el último día y ya debía
dos meses, el casero se lo había dejado muy claro, - Pablo, el día 1 del mes
que viene, ni un día más, de lo contrario tendrás que abandonar el piso-.
Metió la mano en el bolsillo y sacó su vieja billetera,
doscientos cuarenta euros y algunas monedas sueltas. No le llegaba para pagar
ni medio mes y tampoco se sentía con ganas de inventar nuevas excusas. El
casero era un buen hombre, viudo, sin hijos, y le cobraba un precio razonable y
siempre se mostró comprensivo cuando los pagos se retrasaban. Podía dejar pasar
unos días, intentar juntar el dinero suficiente, le horrorizaba la idea de
dormir en un albergue rodeado de extraños a los que la vida no había tratado
demasiado bien.
Entró en una bodega y compró una botella de vino, primero
miró los más baratos, pero al final se decidió por un vino francés, 80 euros, nunca
había probado un vino francés. El bodeguero le sonrió mientras metía la botella
en una bolsa de papel, Pablo le pidió que la descorchase, el bodeguero no pudo
disimular su cara de sorpresa, - es un vino extraordinario le dijo, debería
dejarlo que se oxigene unos minutos antes de beberlo-, pero no había acabado la
frase cuando él ya estaba bebiendo directamente de la botella. – Ciertamente es
un vino extraordinario, corroboró con una irónica sonrisa sin apartar sus ojos
de los del bodeguero.
Salió de la bodega y caminó sin un destino definido. Pensó que un poco de queso iría bien con aquel
vino y buscó una tienda abierta donde comprarlo, todavía le quedaba suficiente
dinero incluso para comprar otra botella igual y no pudo evita soltar una
carcajada que asustó a una mujer que pasaba en ese momento a su lado. Estaba sentado en un banco en el parque
comiendo queso y bebiendo vino cuando se le acercó una mujer con una niña
pequeña, - mi hija tiene hambre le dijo y él le ofreció queso a la niña y vino a
la madre sin preguntarles los nombres. A ella el vino no le pareció nada del
otro mundo y a él, sin saber porqué, ese comentario le produjo un poco de
tristeza.
Al acabar, el les dijo que quería comprar otra botella del
mismo vino y ellas le acompañaron, por el camino entraron en una zapatería y él
compró unos zapatos para la niña que por un momento pensó que le gustaría que
aquel hombre fuese su padre y los tres juntos caminaron, sin que ellas lo
supieran, hacia la casa del casero. La niña iba con mucho cuidado para no pisar
charcos ni ensuciar sus zapatos. En la puerta se despidieron pero ni ellas
querían irse ni él quería que se fuesen. Cuando abrió la puerta, Pablo le
ofreció la botella de vino y el casero les invitó a pasar. Se sentaron todos en
el comedor, la mesa era grande, de madera oscura, robusta, había una chimenea
que parecía que nunca se había usado y los utensilios para mover los troncos de
leña y retirar las cenizas estaban nuevos, limpios, brillantes.
El casero trajo tres copas y un vaso de refresco de limón y
le pidió disculpas a Pablo por la última vez que hablaron, por el ultimátum del
alquiler y mientras miraba con extrañeza la ropa de la mujer y la niña, vieja y
muy desgastada. Al casero el vino le pareció extraordinario y justo cuando se
llenaba por segunda vez la copa, Pablo dejo caer sobre su cabeza la tenaza de
hierro de la chimenea. El vino se derramó por el suelo, la niña dejó suavemente el vaso de limonada vacío sobre la mesa y señalándolo dijo, - quiero más.
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