Pensar que el aumento del SMI (o
incluso su existencia) es un elemento que afecta negativamente al mercado de
trabajo y, concretamente, a las posibilidades de empleo de los colectivos menos cualificados, supone situarse en el marco teórico (la realidad es bien
distinta) de análisis de económico neoliberal que hace recaer en el salario (y
los sindicatos que lo defienden) la responsabilidad del escaso volumen de
empleo: las pretensiones salariales de la clase trabajadora y las
organizaciones sindicales que la representan son las causantes del desempleo (y
de otros “males”). Según esta tesis, en un mercado “libre” de trabas (siguiendo
a Isaiah Berlin en su concepto de libertad negativa), el desempleo siempre
sería voluntario, no existiría el paro forzoso (en todo caso algo de paro
friccional). Desde esta tesis no sólo se
critica un SMI impuesto por el poder político, sino también de los salarios
mínimos “impuestos” (seguimos con un concepto de libertad muy neoliberal) por
la negociación colectiva. Hablar negativamente de salarios mínimos, sean
generales o negociados, no deja de atacar de forma directa a los sindicatos que
los exigen y negocian.
El SMI no es un obstáculo al
crecimiento del volumen de empleo de una economía, sino un impedimento a la
generación de empleo de baja calidad. El salario no solo es un coste
empresarial que determina indirectamente y parcialmente la demanda de empleo,
sino el principal medio de vida, el instrumento primario de participación en el
reparto de la riqueza y, por lo tanto, de integración social, de la inmensa
mayoría de la población (asalariada). El SMI impide, y eso sí es verdad,
generar empleo de una alta precariedad, con salarios insuficientes para poder
vivir, para tener una vida digna (se olvida muchas veces esta pequeña
insignificancia). Por cierto, tampoco
esta alta precariedad (incluidos los bajos salarios) está unida a la “baja
cualificación” (teoría del capital humano), sino a la conformación social de
ciertos colectivos que tienen por distintos motivos una muy baja capacidad de
negociación y/ o que trabajan en sectores escasamente regulados, donde su
cualificación no es valorada ni a veces reconocida (mujeres, jóvenes,
inmigrantes).
Atendiendo a los factores que
determinan la demanda de trabajo (por parte de las organizaciones empleadoras
públicas o privadas), en primer lugar aparece la producción de bienes y servicios,
es decir, la demanda de trabajo es una demanda derivada de una necesidad
productiva. En segundo lugar, esta
demanda será mayor o menor en función de la tecnología más o menos intensiva en
trabajo elegida por la persona empresaria y ésta es consecuencia de la relación
existente entre el precio del trabajo (salario) y el precio del capital. Pues bien, un aumento del salario mínimo
(general o de convenio) es un aliciente a la elección de tecnologías más
intensivas en capital, más productivas (esto hasta lo reconoce Von Hayek, uno
de los padres del neoliberalismo, relacionando a los sindicatos con los altos
salarios y la atracción de capital).
El aumento del SMI es una palanca
para conseguir mayores niveles de cohesión social, para conseguir un mayor crecimiento
de los salarios negociados más bajos y además es un dinamizador del cambio
hacia un modelo productivo de mayor valor añadido. Esta fue precisamente una de
las medidas estrella del modelo sueco (Renh-Meidner) de relaciones laborales
allá por los años cincuenta del siglo pasado.
Entrada escrita por Vicente López Martínez y Jaume Mayor Salvi