Poco importa que miremos los datos publicados esta misma
mañana del paro registrado o los que conocimos la semana pasada de la Encuesta
de Población Activa (EPA), detrás se esconde una realidad con dos rostros.
Por una parte, el rostro de la desesperación en las alrededor
de cuatro millones de personas que, expulsadas del mercado laboral, lo están
pasando realmente mal, muchas de ellas mal viviendo en el umbral de la pobreza,
otras, lamentablemente, ya lo han traspasado. Estas personas que observan con
estupor el baile de cifras, los cientos de miles de contratos que se firman un
mes tras otro, esos contratos que nunca llevan su nombre, pero que se firman,
manteniendo un volumen exagerado de trabajadoras y trabajadores en la precariedad
más absoluta, pendiente de una renovación que dependerá no ya de la situación
económica general, ni siquiera de la situación económica de la empresa que los
contrata, sino del capricho del empleador en la mayoría de las ocasiones. Resulta
complicado entender, que ese puesto de trabajo que existía cuando el (o ella)
llegó a la empresa, que lleva ocupando cerca de tres años, enlazando un
contrato temporal con otro, y que seguirá existiendo mañana, cuando después de
no renovarle el contrato, ni hacerlo indefinido (como debería haber sucedido
desde el primer contrato), sea ocupado por otra persona, que vivirá uno de sus
días más felices en mucho tiempo, al incorporarse por primera vez, o al volver
a tener trabajo tras muchos meses, puede que algún año, de frecuentar oficinas
de empleo y anuncios en periódicos y páginas web especializadas. Una felicidad
que se sabe será efímera y cuya cuenta atrás comienza desde el mismo día de la
firma. Trabajadores y trabajadoras de usar y tirar, material consumible, como
el papel de oficina, un apunte más en la cuenta de gastos, no demasiado
diferente a cualquier otro tipo de recurso.
Por otra parte, el rostro de una economía enferma. Una determinada
política económica que ha apostado, de nuevo, por buscar atajos ya transitados
y que por tanto se convierte en una apuesta no sólo arriesgada, sino suicida
desde el punto de vista social. La creación de empleo, bastante insuficiente y
estacionalizada, se caracteriza por la precariedad en una doble vertiente, por
un lado precariedad en cuanto al tipo de contrato, el temporal frente al
indefinido, por otro lado precariedad en cuanto a las condiciones, parcialidad
involuntaria frente a jornada completa y unos salarios comparativamente más
bajos. Estas características explican que aún con incrementos en la
contratación, con reducción del paro o con incrementos en la afiliación a la
Seguridad Social, siga produciéndose una caída en la recaudación de
cotizaciones, lo que se explica fundamentalmente por la escasa calidad de las
nuevas contrataciones.
La baja calidad del empleo generado tiene a su vez un doble
efecto, por un lado, el directo en las personas que lo sufren, en muchos casos,
el disponer de un empleo remunerado, ya no es garantía de capacidad adquisitiva
que permita alejarse del umbral de la pobreza. Por otro lado, esta dinámica
supone el mayor riesgo para el mantenimiento del sistema público de
prestaciones sociales de carácter contributivo, especialmente las pensiones. La
sostenibilidad de nuestro sistema público de pensiones no depende como se
quiere hacer creer de la pirámide demográfica (que puede influir, pero en
ningún caso determinar), sino de muchos otros elementos, entre ellos las
disparatadas políticas de bonificaciones y subvenciones a la contratación con
cargo a la seguridad social, que bajo la excusa de la creación de empleo (que
no se produce), esconde una clara transferencia de rentas de los bolsillos de
la clase trabajadora a los bolsillos de los empresarios. Si bien, el elemento
central es la baja calidad del empleo, su volumen y los salarios que se abonan,
ya que estos determinan la cantidad de las cotizaciones.
Los que han utilizado todos los instrumentos legales a su
alcance para deteriorar la calidad del empleo, mediante reformas laborales y la
debilitación de los mecanismos de control sobre el fraude, no tienen ninguna
autoridad moral para hablar de garantizar el sistema público de pensiones
contra el que trabajan con tanta dedicación. Un empleo estable y de calidad es
no solo un derecho de cualquier ciudadano, sino también la mejor garantía de
sostenibilidad y mejora de las pensiones públicas.
Se aprovechan de la vulnerabilidad de los trabajadores repitiendo que este es un
esfuerzo necesario para que el país salga de la crisis y se insiste en que esta
es una circunstancia temporal que mejorará. Mezquindades que ocultan una manera
interesada de gestionar la política y frente a las cuales, CCOO tiene
alternativas.